miércoles, 16 de diciembre de 2009

Hacia la cultura de la diferencia "cero"

Vivimos en una sociedad de masas, con un consumo e informacion de masas. Esto, en muchos sentidos ha resultado beneficioso a la hora de poder acceder a determinadas cosas que de otra forma hubieran resultado imposibles.

Hoy día no podríamos conducir masivamente coches si estos no hubieran sido producidos en masa. No podríamos estar todos informados si no tuvieramos un acceso a los medios de comunicación de masas, ni gozaríamos de las ventajas de la sociedad de la informacion si no tuvieramos proveedores que nos facilitaran el acceso a redes.

Pero a la vez que esta “masificacion” nos ha hecho la vida más fácil, también nos la ha hecho si me permiten la expresion, la vida más aburrida y sobre todo menos original.

Con la produccion y consumo masivo, se ahorran costes. Principio básico del capitalismo es facilitar la accesibilidad de una produccion a una masa concreta de gente. Pero con esa masividad se pierde la genuino, lo propio de cada cosa y de cada ser o lo que es peor, se pierde hasta el pensamiento propio, la capacidad de ser crítico y de reflexionar sobre aquello que nos rodea.

Parece una contradicción con un menú tan amplio de posibilidades de consumo, hablar de pérdida de originalidad. Pero cuando analizamos lo que tenemos, nos damos cuenta de que verdaderamente la inventiva y la diferencia brillan por su ausencia.

Los consumidores compramos marcas, por una especie de necesidad espiritual de sentirnos diferentes, pero por comprar precisamente esas marcas, de forma masiva, perdemos esa originalidad que nos caracteriza.

Unas zapatillas deportivas valen lo que cuesta producirlas. Ya sea 5, 10 o 20 euros, da lo mismo. Pero estamos dispuestos a pagar más, para que estas pongan un logotipo diferenciativo que diga, mis zapatillas son mejores que las de mi vecino porque pone que son Nike, Adidas, o lo que a ustedes les parezca. Lo que te venden con esas zapatillas son un estatus o aspiracion social que teóricamente te diferencia de la masa.

Pero a la vez son productos o servicios a los que, precisamente por esa aspiracion de diferencia, acceden las masas.

Que masivamente compremos productos o servicios que nos hacen cada día más iguales no tiene más trascendencia que la falta de originalidad social. E incluso en algunos casos incide positivamente en la eliminacion de barreras o prejuicios sociales.

¿Quién iba a imaginar hace décadas que las mujeres llevaran pantalones? ¿Quién podría imaginar hace unos años que los hombres llevarían bolsos? Y sin embargo hoy día vemos mujeres con pantalones vaqueros. O lo que es mejor, hombres llevando un accesorio tan femenino como el bolso (la mal llamada “mariconera”).

Pero cuando esta masificacion afecta también a nuestra forma de pensar, pues la cuestion se puede calificar cuanto menos, de grave. Que nos digan lo que tenemos que comprar, pues bueno, a quien más o quien menos, le puede afectar. Pero que nos digan como debemos pensar, es terrible.

Evidentemente no lo hacen de forma descarada o consciente. Es un proceso sutil, lento pero mucho más efectivo. Subliminalmente nos inducen nuestra ideología, nuestra forma de percibir o de valorar el entorno. Y nos afecta por ende, a nuestro sentido crítico.

Así, poco a poco, perdemos nuestro sentido crítico, nuestra forma de valorar las cosas como creemos que deberían ser. Acabamos aceptando lo que nos diga otro, sobre como deben ser las cosas en lugar de pensarlo por nosotros mismos.

Masivamente nos volvemos de ideologías iguales, de izquierdas y derechas, en un intento banál de diferenciarnos del vecino en una clara estrategía de confrontismo. Las cosas ya no son buenas o malas por si mismas, sino según quien ha dicho como son.

Y con ello perdemos probablemente la característica que nos hace más genuínos y únicos. Más que unas Nike, más que un Rolex o incluso un mercedes, que no es otra que nuestra forma de pensar.

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