Hoy y como novedad traigo un relato corto escrito entre atracón y atracón navideño. He de avisar de que este no es un cuento de navidad ni tampoco persigue agradar al lector sino más bien hacerle reflexionar. Hacía tiempo que deseaba publicar relatos cortos y me ha parecido una buena época para empezar.
Es bastante más largo que la longitud normal de mis post pero se lee con mucha soltura. O al menos eso espero, jeje.
En fin, sin más que decir, les dejo con el relato y les deseo feliz navidad…
Relato corto: 50 años
Me encontraba como cada mañana camino al trabajo, a bordo de mi destartalado coche heredado de mis padres. El tiempo estaba nublado y amenazaba lluvia como acostumbraba a finales de Octubre. No obstante, la temperatura no era especialmente baja, por lo que podía ahorrarme encender la calefacción.
Aunque tenía por costumbre levantarme temprano para ir con tiempo al trabajo, esta mañana no había funcionado bien el despertador de la casa y me desperté con retraso. De no ser por mi abuela que se despertaba como un reloj a las 7 en punto todos nos hubiéramos quedado dormidos esa mañana.
Y es que la noche anterior habíamos dormido poco por culpa de una discusión de los vecinos sobre quien debía utilizar primero la ducha comunitaria al día siguiente. Era lo malo de vivir en un bloque de pisos subvencionado por el Estado. Aún con todo teníamos ciertas comodidades tales como luz eléctrica y agua en el comunitario. De los mini-pisos de protección oficial era posiblemente de los más lujosos que había. Poder vivir toda mi familia (abuelos padres, mujer e hijo,..) en tan espacioso lugar, corriendo los tiempos que corrían, era todo un chollo. Ventajas de ser funcionario. Nadie te quitaba tus 35 metros cuadrados.
Quedaban todavía 50 kilómetros más y solo disponía de 20 minutos. Aún a riesgo de que me pusieran una multa decidí apretar un poco más el acelerador. No podía permitirme el lujo de llegar tarde. ¿Y si me despedían? ¿Donde iba a encontrar trabajo si no era en la Administración? No tenía ganas de repetir esas leoninas oposiciones que tantos años costaba sacar adelante.
Los nervios podían conmigo. Me mordía los labios pensado en la posibilidad de que me echaran. Al final no pude aguantar más la tensión y aprovechando un momento en el que la carretera estaba vacía, saqué del abrigo el cigarrillo que había comprado esa mañana. Por como estaba la situación, merecía más la pena comprar las cosas en pequeñas cantidades que en conjunto. Cuanto más al día vivías más ahorrabas. Y es que no estaba el horno para bollos. Los sueldos iban a bajar este mes otro 10 % más. ¡Dichosa crisis económica!
Al pensar en la crisis no pude evitar pensar en uno de esos monólogos aburridos y repetitivos que había soltado mi abuelo el día anterior. Hablaba de aquellos tiempos de la burbuja. Sonaba un tanto mítico e irreal oír hablar de esas cosas cuando ya casi habían pasado 50 años del estallido de la crisis económica. Casi porque el próximo sábado se recordaba el mítico crack.
Para la gente que no había vivido aquella época esta efeméride era una oportunidad perfecta de liberar la frustración acumulada por la prolongada agonía de la existencia y echar las pestes sobre la generación anterior.
Haciendo malabares con el volante, conseguí por fin encender el cigarrillo con mi viejo mechero. Naturalmente era heredado, como prácticamente todo aquello que se poseía. Raro era comprar algo que no fuera estrictamente necesario, ya que por lo general todo se guardaba y se reutilizaba. Solo las personas más pudientes, aquellas que trabajaban en lo más alto de la administración, podían permitirse esos menesteres. Para la mayoría, reparar, remendar y reutilizar eran prácticamente inalcanzables.
Mientras desaceleraba y cambiaba a cuarta para poder salir de la M-40, daba otra calada larga a su humeante cigarrillo. Para permitirse estos caprichos había que tener cierto status y si era preciso iba a aspirar hasta su último gramo de nicotina que tuviera con tal de no desperdiciarlo.
Distraído no pudo evitar rememorar alguna de esas batallitas perdidas de mi abuelo.
- “En mis tiempos comprábamos una o dos veces por semana”- decía él. ¡Que desperdicio! Todo el mundo sabía que lo mejor para ahorrar era compra cada día solo y exclusivamente aquello que se necesitaba y para el resto esperar. Cuanto más esperabas más te podías ahorrar. Y es que de un día para otro los precios bajaban. Y cuanto más estirabas el sueldo mejor podías vivir.
Pero claro, él hablaba de los años antes de la crisis, cuando entonces la gente podía desperdiciar. Con la perspectiva de que cada mes te bajaban el sueldo cada vez más, no podías dilapidar el dinero en caprichitos, porque cuanto más te duraba, más te valía.
Como no quería acumular más pensamientos negativos traté de centrar mi atención en el trabajo. Hoy debía supervisar el derribo de dos edificios más que databan de finales del siglo pasado. Lo peligroso de estas tareas es que las debías hacer sin ningún tipo de medida de seguridad a excepción del propio sentido común y el casco de obrero de tu abuelo. Los del ministerio de construcción hablaban siempre de recortes. ¡Pues como todo caray, si ya solo nos falta trabajar gratis!
El problema de la deflación también afectaba, como no podía ser de otra forma, a los presupuestos. Por ello la pregunta no era tanto que iban a recortar, sino cuanto. A cada año que pasaba, más difícil era para el gobierno conseguir pagar las cuentas, por lo que generalmente optaba por bajar cada vez más las aportaciones a los funcionarios y a los servicios menos indispensables. Curiosamente y para cabreo del personal, los sueldos de los políticos se consideraban indispensables por lo que eran los únicos que podían disfrutar de una congelación de sueldos año tras año.
Los únicos años que se dignaban los señoritos a bajarse un poco del pedestal eran aquellos cuando la crisis azotaba más y el desempleo rozaba el 60 %. Como últimamente las cosas iban ligeramente mejor, los señores diputados habían vuelto a las andadas.
La rabia amenazaba con revolverme las tripas y hacer más difícil aún la digestión, con lo que decidí encender la radio a ver si podía distraerme un poco. Aunque la antiquísima herencia familiar de mi bisabuela se desajustaba cada dos por tres, no me costó demasiado trabajo encontrar la emisora de noticias. Hubiera preferido poner una de música estatal (la única que quedaba hasta este verano), pero como otras tantas cosas, había sucumbido a la crisis. Ya solo quedaban aburridas emisoras estatales de noticias que daban partes de 5 minutos cada media hora. El resto del tiempo solían permanecer apagadas para ahorrar energía y dinero.
La voz de la máxima responsable del Ministerio de Construcción, para el que yo trabajaba, sonaba en esos momentos. Era curioso como a todo le ponían nombres tan eufemísticos. Todo el mundo sabía que el ministerio de construcción se ocupaba del derribo de casas y barrios vacíos. Igual que el Ministerio de Defensa se dedicaba a organizar ejércitos en misiones de guerra. Pero quedaba mal reconocer tan abiertamente a qué se dedicaban.
La burbuja de principios de siglo había dejado demasiadas casas a medio construir o en manos de gente que prefería dejarlas vacías antes que venderlas. Lo incomprensible para todo el mundo es que nadie aprovechara esas casas para realojar gente. Por lo visto era una forma más efectiva de combatir el desempleo y frenar la deflación, según decían los del ministerio. Pero teniendo que recorrer diariamente 60 kilómetros para ir y 60 para volver del trabajo, cuando sabía que la mitad del centro de Madrid estaba vacío, la excusa de la crisis no me consolaba.
Todo el mundo llamaba a la capital “la ciudad sin gente”. Los pocos que rondaban los barrios del centro eran gente pobre que aprovechaba esas viviendas vacías para vivir o personas que no tenía más remedio que trabajar allí, como me pasaba a mí. Hubiera preferido trabajar en las oficinas del ministerio en Guadalajara antes que tener un trabajo de campo en un lugar tan inhóspito.
Pero lo peor no eran las horas perdidas en idas y vueltas o el trabajar en ese sitio tan horrible, sino tener que echar tus 12 horas diarias día sí y día también. Desde que lograron aprobar la dichosa directiva, esa de las 65 horas, poco después del Gran Crack, la gente se había resignado a que la única forma de conservar tu empleo era trabajar lo que hiciera falta.
Era odioso pero no podía evitar nuevamente recordar otro de esos discursos del abuelo que evocaba sus maravillosos tiempos cuando la gente solo trabajaba 48 horas y tenía mucho tiempo libre. A veces deseaba con toda mi alma quedarme parado, pero luego recordaba que tenía una familia que mantener. Desgracia la mía.
Distraído con el discurso del ministro estuve a punto de saltarme el desvío que debía llevarme a la obra. Frené de forma un tanto brusca con lo que el cinturón dio de sí todo lo que podía dar y a punto estuvo de romperse. Era una suerte que estas cosas las hubieran fabricado a prueba de bombas como decía mi tío. Los nuevos bólidos tenían unos materiales mucho peores y seguramente aguantarían menos.
Giré pues y tome el caminito arenoso que llevaba a la obra. Miré el reloj y vi que faltaban todavía 3 minutos para empezar. Justo a tiempo.
Si al menos se pudiera hacer algo para solucionar la situación. Era como si todo el mundo se hubiera resignado a que las cosas fueran así. Una catatonia inducida por los políticos que no se cansaban de repetir una y otra vez que las cosas podían ir aún peor. Pero aunque fuera verdad, no me consolaba.
Siempre tenía ansias de liberación, de librarme de estos grilletes. Me sentía esclavo de esta especie de tiranía pseudo-capitalista en la que se había convertido el mundo. La crisis había dilapidado todo aquello por lo que merecía la pena vivir y eliminado toda posibilidad de lucha. No había sindicatos, no había protestas, no había democracia alguna…, solo resignación.
Llegué al fin y aparqué como pude en frente de lo que sería mi tarea de derribo para hoy. Ver su inmensidad me desanimó totalmente. Apagué el cigarrillo, expiré profundamente y salí del coche.
Tras cerrar con llave, me giré a la derecha para contemplar nuevamente las imponentes Torres KIO.
Es bastante más largo que la longitud normal de mis post pero se lee con mucha soltura. O al menos eso espero, jeje.
En fin, sin más que decir, les dejo con el relato y les deseo feliz navidad…
Relato corto: 50 años
Me encontraba como cada mañana camino al trabajo, a bordo de mi destartalado coche heredado de mis padres. El tiempo estaba nublado y amenazaba lluvia como acostumbraba a finales de Octubre. No obstante, la temperatura no era especialmente baja, por lo que podía ahorrarme encender la calefacción.
Aunque tenía por costumbre levantarme temprano para ir con tiempo al trabajo, esta mañana no había funcionado bien el despertador de la casa y me desperté con retraso. De no ser por mi abuela que se despertaba como un reloj a las 7 en punto todos nos hubiéramos quedado dormidos esa mañana.
Y es que la noche anterior habíamos dormido poco por culpa de una discusión de los vecinos sobre quien debía utilizar primero la ducha comunitaria al día siguiente. Era lo malo de vivir en un bloque de pisos subvencionado por el Estado. Aún con todo teníamos ciertas comodidades tales como luz eléctrica y agua en el comunitario. De los mini-pisos de protección oficial era posiblemente de los más lujosos que había. Poder vivir toda mi familia (abuelos padres, mujer e hijo,..) en tan espacioso lugar, corriendo los tiempos que corrían, era todo un chollo. Ventajas de ser funcionario. Nadie te quitaba tus 35 metros cuadrados.
Quedaban todavía 50 kilómetros más y solo disponía de 20 minutos. Aún a riesgo de que me pusieran una multa decidí apretar un poco más el acelerador. No podía permitirme el lujo de llegar tarde. ¿Y si me despedían? ¿Donde iba a encontrar trabajo si no era en la Administración? No tenía ganas de repetir esas leoninas oposiciones que tantos años costaba sacar adelante.
Los nervios podían conmigo. Me mordía los labios pensado en la posibilidad de que me echaran. Al final no pude aguantar más la tensión y aprovechando un momento en el que la carretera estaba vacía, saqué del abrigo el cigarrillo que había comprado esa mañana. Por como estaba la situación, merecía más la pena comprar las cosas en pequeñas cantidades que en conjunto. Cuanto más al día vivías más ahorrabas. Y es que no estaba el horno para bollos. Los sueldos iban a bajar este mes otro 10 % más. ¡Dichosa crisis económica!
Al pensar en la crisis no pude evitar pensar en uno de esos monólogos aburridos y repetitivos que había soltado mi abuelo el día anterior. Hablaba de aquellos tiempos de la burbuja. Sonaba un tanto mítico e irreal oír hablar de esas cosas cuando ya casi habían pasado 50 años del estallido de la crisis económica. Casi porque el próximo sábado se recordaba el mítico crack.
Para la gente que no había vivido aquella época esta efeméride era una oportunidad perfecta de liberar la frustración acumulada por la prolongada agonía de la existencia y echar las pestes sobre la generación anterior.
Haciendo malabares con el volante, conseguí por fin encender el cigarrillo con mi viejo mechero. Naturalmente era heredado, como prácticamente todo aquello que se poseía. Raro era comprar algo que no fuera estrictamente necesario, ya que por lo general todo se guardaba y se reutilizaba. Solo las personas más pudientes, aquellas que trabajaban en lo más alto de la administración, podían permitirse esos menesteres. Para la mayoría, reparar, remendar y reutilizar eran prácticamente inalcanzables.
Mientras desaceleraba y cambiaba a cuarta para poder salir de la M-40, daba otra calada larga a su humeante cigarrillo. Para permitirse estos caprichos había que tener cierto status y si era preciso iba a aspirar hasta su último gramo de nicotina que tuviera con tal de no desperdiciarlo.
Distraído no pudo evitar rememorar alguna de esas batallitas perdidas de mi abuelo.
- “En mis tiempos comprábamos una o dos veces por semana”- decía él. ¡Que desperdicio! Todo el mundo sabía que lo mejor para ahorrar era compra cada día solo y exclusivamente aquello que se necesitaba y para el resto esperar. Cuanto más esperabas más te podías ahorrar. Y es que de un día para otro los precios bajaban. Y cuanto más estirabas el sueldo mejor podías vivir.
Pero claro, él hablaba de los años antes de la crisis, cuando entonces la gente podía desperdiciar. Con la perspectiva de que cada mes te bajaban el sueldo cada vez más, no podías dilapidar el dinero en caprichitos, porque cuanto más te duraba, más te valía.
Como no quería acumular más pensamientos negativos traté de centrar mi atención en el trabajo. Hoy debía supervisar el derribo de dos edificios más que databan de finales del siglo pasado. Lo peligroso de estas tareas es que las debías hacer sin ningún tipo de medida de seguridad a excepción del propio sentido común y el casco de obrero de tu abuelo. Los del ministerio de construcción hablaban siempre de recortes. ¡Pues como todo caray, si ya solo nos falta trabajar gratis!
El problema de la deflación también afectaba, como no podía ser de otra forma, a los presupuestos. Por ello la pregunta no era tanto que iban a recortar, sino cuanto. A cada año que pasaba, más difícil era para el gobierno conseguir pagar las cuentas, por lo que generalmente optaba por bajar cada vez más las aportaciones a los funcionarios y a los servicios menos indispensables. Curiosamente y para cabreo del personal, los sueldos de los políticos se consideraban indispensables por lo que eran los únicos que podían disfrutar de una congelación de sueldos año tras año.
Los únicos años que se dignaban los señoritos a bajarse un poco del pedestal eran aquellos cuando la crisis azotaba más y el desempleo rozaba el 60 %. Como últimamente las cosas iban ligeramente mejor, los señores diputados habían vuelto a las andadas.
La rabia amenazaba con revolverme las tripas y hacer más difícil aún la digestión, con lo que decidí encender la radio a ver si podía distraerme un poco. Aunque la antiquísima herencia familiar de mi bisabuela se desajustaba cada dos por tres, no me costó demasiado trabajo encontrar la emisora de noticias. Hubiera preferido poner una de música estatal (la única que quedaba hasta este verano), pero como otras tantas cosas, había sucumbido a la crisis. Ya solo quedaban aburridas emisoras estatales de noticias que daban partes de 5 minutos cada media hora. El resto del tiempo solían permanecer apagadas para ahorrar energía y dinero.
La voz de la máxima responsable del Ministerio de Construcción, para el que yo trabajaba, sonaba en esos momentos. Era curioso como a todo le ponían nombres tan eufemísticos. Todo el mundo sabía que el ministerio de construcción se ocupaba del derribo de casas y barrios vacíos. Igual que el Ministerio de Defensa se dedicaba a organizar ejércitos en misiones de guerra. Pero quedaba mal reconocer tan abiertamente a qué se dedicaban.
La burbuja de principios de siglo había dejado demasiadas casas a medio construir o en manos de gente que prefería dejarlas vacías antes que venderlas. Lo incomprensible para todo el mundo es que nadie aprovechara esas casas para realojar gente. Por lo visto era una forma más efectiva de combatir el desempleo y frenar la deflación, según decían los del ministerio. Pero teniendo que recorrer diariamente 60 kilómetros para ir y 60 para volver del trabajo, cuando sabía que la mitad del centro de Madrid estaba vacío, la excusa de la crisis no me consolaba.
Todo el mundo llamaba a la capital “la ciudad sin gente”. Los pocos que rondaban los barrios del centro eran gente pobre que aprovechaba esas viviendas vacías para vivir o personas que no tenía más remedio que trabajar allí, como me pasaba a mí. Hubiera preferido trabajar en las oficinas del ministerio en Guadalajara antes que tener un trabajo de campo en un lugar tan inhóspito.
Pero lo peor no eran las horas perdidas en idas y vueltas o el trabajar en ese sitio tan horrible, sino tener que echar tus 12 horas diarias día sí y día también. Desde que lograron aprobar la dichosa directiva, esa de las 65 horas, poco después del Gran Crack, la gente se había resignado a que la única forma de conservar tu empleo era trabajar lo que hiciera falta.
Era odioso pero no podía evitar nuevamente recordar otro de esos discursos del abuelo que evocaba sus maravillosos tiempos cuando la gente solo trabajaba 48 horas y tenía mucho tiempo libre. A veces deseaba con toda mi alma quedarme parado, pero luego recordaba que tenía una familia que mantener. Desgracia la mía.
Distraído con el discurso del ministro estuve a punto de saltarme el desvío que debía llevarme a la obra. Frené de forma un tanto brusca con lo que el cinturón dio de sí todo lo que podía dar y a punto estuvo de romperse. Era una suerte que estas cosas las hubieran fabricado a prueba de bombas como decía mi tío. Los nuevos bólidos tenían unos materiales mucho peores y seguramente aguantarían menos.
Giré pues y tome el caminito arenoso que llevaba a la obra. Miré el reloj y vi que faltaban todavía 3 minutos para empezar. Justo a tiempo.
Si al menos se pudiera hacer algo para solucionar la situación. Era como si todo el mundo se hubiera resignado a que las cosas fueran así. Una catatonia inducida por los políticos que no se cansaban de repetir una y otra vez que las cosas podían ir aún peor. Pero aunque fuera verdad, no me consolaba.
Siempre tenía ansias de liberación, de librarme de estos grilletes. Me sentía esclavo de esta especie de tiranía pseudo-capitalista en la que se había convertido el mundo. La crisis había dilapidado todo aquello por lo que merecía la pena vivir y eliminado toda posibilidad de lucha. No había sindicatos, no había protestas, no había democracia alguna…, solo resignación.
Llegué al fin y aparqué como pude en frente de lo que sería mi tarea de derribo para hoy. Ver su inmensidad me desanimó totalmente. Apagué el cigarrillo, expiré profundamente y salí del coche.
Tras cerrar con llave, me giré a la derecha para contemplar nuevamente las imponentes Torres KIO.
¿centro de la ciudad vacía?
ResponderEliminar¿planificación estatal de la vivienda?
¿Regulación estatal de sueldos, precios, producción...?
¿Miseria, ineficiencia, abandono...?
Eso no es Madrid sino La Habana o más bien Pyongyang, dos capitales de países donde la regulación socialista de los mercados y de la vida pública ha llevado a la situación lastimosa actual.
Y luego hablas de intervenir y de subir impuestos, no tienes fe en las fuerzas "naturales" del mercado y su prodigiosa capacidad para generar riqueza mediante la competitividad en el comercio, y en cambio prefieres que sea el Estado el que gestione e intervenga al máximo para amparar a los pobres (que es la excusa de siempre y que nunca ha servido para salvar a ninguno).
Keynes fue un oportunista que quiso refundar el capitalismo como concesión a la fuerte presión marxista, su sistema funciona a corto plazo estimulando el consumo y facilitando la victoria electoral del gobierno que la aplica pero lastra la capacidad de endeudamiento del Estado y comprime la inversión privada y al final por mucho que beneficie a alguien (a discrección del Estado, claro está) tarde o temprano todos deberemos pagar la deuda generada, eso sí, con un sector privado más pauperado.
Y sigo sin poder creer que digas en serio que aquí se pagan menos impuestos, estaría bien tener una comparativa respecto a la UE, sospecho que pagamos los impuestos de un sueco y recibimos las prestaciones de un griego.
Por lo demás este cuento coreano me ha gustado, y literariamente -me tomaré la licencia de juzgarlo con tu permiso- está muy bien, si acaso yo lo dramatizaría un poco más